Si tuvieramos que definir
Breath of the Wild ante los fans de la saga
Zelda con una sola palabra, creo que sería
reinvención.
Nintendo ha dado un enorme paso adelante con la franquicia
Zelda, solo comparable al que ya diera la saga hace años con
Ocarina of Time. La ruptura de la linealidad y la
transformación de las mazmorras - ojo, un punto polémico, hemos pasado a solo 5 mazmorras clásicas, aunque muy originales y perfectamente diseñadas - en decenas de santuarios con retos más concretos pueden parecer lo más llamativo de salida, pero hasta que no jugamos horas y horas no somos conscientes del auténtico cambio: el espíritu, que ahora es más cercano al de la primera aventura de
Link, allá por
Nes.
The Legend of Zelda nació como un juego de exploración que daba muchísima libertad al jugador para experimentar, equivocarse, volver sobre sus pasos y ver hasta dónde podía llegar por otro camino. Parte de ese planteamiento está fielmente planteado en esta aventura que, tras una especie de
tutorial introductorio nos suelta en un mapa enorme que podría albergar fácilmente
Ocarina, Majora, Skyward y Twilight juntos y aún tendría mucho sitio... Y no penséis que hablamos solo de tamaño, hablamos de
momentos únicos e inolvidables, desde recuperar un recuerdo perdido de
Link a salir de caza con un caballo salvaje que acabamos de domesticar. De llegar a un precioso páramo a orillas de un lago y sentirte
mal por tener que disparar a una garza o a un zorro, pero entender que necesitas cocinar su carne para seguir avanzando. Es deslizarse por el aire con la mágica paravela, conquistar un pico recóndito, encontrar un escondite de villanos y emboscarlos con armas y trampas, o plantarle cara a un
Centaleón en una batalla totalmente descompensada de reflejos, intuición y habilidad... Y gritar de puro júbilo al verlo caer a nuestros pies.